Desde el momento en que la vio sólo pudo pensar en exactamente lo mismo que hubiera pensado cualquier hombre, montarla. Y es que quién no iba a querer estar encima de aquella preciosura, recorrerla con los dedos y con la mirada de arriba abajo, milímetro a milímetro, una y otra vez, abrazarla, besarla y nuevamente volver a acariciarla sin salir del estupor que produce estar tan cerca de una belleza como esa. Incluso quienes trabajaban junto a ella se quedaban boquiabiertos cada vez que la veían, sin importar cuantas llegaban o se iban porque ninguna poseía, siquiera, la hermosura de la sombra de aquella.
El se interesó tanto en ella que averiguo el sitio exacto donde siempre permanecía y, como buen pobre, se pasaba horas enteras contemplándola, poniendo esa cara que ponen los niños cuando estirando los brazos ven que no pueden alcanzar el tarro de galletas sobre la nevera, esa misma expresión que se dibuja en la cara de un naufrago cuando ve a kilómetros la costa y siente que su cuerpo no le da más. Hasta que llegó el día en que se cansó de sólo mirarla y, decidido a hacerse dueño de aquella magnifica obra de arte, entró en aquel recinto y habló con el que parecía ser el gerente para que éste le diera solución a la situación que estaba viviendo.
Dialogaron bastante rato, él le daba a conocer a aquel señor vestido de traje y zapatos finos que no era mucho el dinero que tenía pero aquella manifestación divina del cielo se había convertido en una necesidad para él, más que el cafecito con leche y el arroz con huevo y salsa de tomate por las mañanas. Entonces el tipo llevándose la mano a la barbilla le dijo: “Mijo, usted me ha conmovido, pero la verdad es que en menos de treinta palitos no se la puedo dejar”. El se levantó, dio la vuelta hacia ella y con la desesperanza invadiéndole todo el cuerpo estiró sus brazos como queriendo tocarla y empezó a imaginarse cómo sería acariciarla, recorrerla desde ese frente espectacular e ir bajando hasta llegar a la parte de atrás. Se imaginaba la cara de sus amigos cuando lo vieran con ella y no solamente ellos, porque quería que todo el mundo pudiera verlo en aquel momento espectacular y llenar de envidia a aquellos que lo creían un perdedor. Así que se acercó a ella, la besó tiernamente y le dijo: “te juro por Dios que vas a ser mía”, y salió caminando con la cabeza baja, pensando en qué iba a hacer para conseguir su propósito.
Al día siguiente se levantó muy temprano y salió a buscar trabajo, compró el periódico y empezó a diligenciar una por una las posibilidades de empleo. Llenó miles de hojas de vida, recorrió cientos de veces la ciudad caminando, rogó aquí, suplicó allá, y se detuvo por allí para descansar. Se postuló para cuanto empleo ofrecían en la sección de clasificados: desde domador de leones hasta celador del ancianato, administrador económico de una prestigiosa universidad al sur de la ciudad, desnudista en un club del centro, repartidor de pizza, repartidor del correo, repartidor del diario, repartidor del… en fin, repartidor de todo. Al final de la jornada estaba exhausto y todavía le quedaba por averiguar mucho más del doble de lo de aquel día. Cuando terminó la semana ya estaba aburrido de tanto trabajo y aún no conseguía empleo.
Había pensado dejar las cosas así pero justo en ese momento pasó al lado de ella, entonces se llenó nuevamente de valor y dijo: “tú vas a ser mía, vas a ser mía”.
Consiguió un trabajo duro pero bien pago: operario de máquinas en una fundidora. La jornada era de diez horas y tenía que permanecer todo el día cerca de los hornos donde el aire puede hacer hervir la sangre y el ruido producido es estremecedor. Sus manos se llenaron de cayos, su piel comenzó a sufrir laceraciones y bajó más de ocho kilos, pero después de seis meses de indescriptible agonía ya había conseguido la mitad del dinero necesario.
Sólo tuvo necesidad de trabajar otro mes más en aquel infierno, pues le llegó un correo donde le daban a conocer que era el ganador del sorteo de un título de capitalización que estaba pagando desde hacía cinco meses. Así que reclamó el dinero, hizo cuentas y con el excedente compró ropa y, por supuesto, buenas vitaminas para estar en forma, se hizo cortar el cabello, afeitar y arreglar las uñas. Por primera vez después de siete largos meses pudo bañarse como es debido, se echó su mejor loción y se sentó ansioso a esperarla, porque el día anterior, cuando fue a pagar por el servicio, le dijeron que ella llegaba a su casa. Y efectivamente así fue: a eso de las diez de la mañana tocaron su puerta, el abrió y al verla no supo que hacer, su corazón estaba feliz y no sabía si llorar, reír, saltar o caer desfallecido de tanta alegría.
La tomó con toda la dulzura del mundo y la hizo entrar en la casa, la acarició toda, la besó de arriba abajo y salió con ella para dar un paseo. En la calle todos sus vecinos y conocidos no salían del asombro al verlo al lado de semejante preciosura, y se asombraron más aún cuando lo vieron ponerla en la mitad de la calle y acomodarse sobre ella.
Delante de toda esa muchedumbre aterrada estiró sus manos, la agarró fuertemente y le dio start. Inmediatamente el rugido de sus 800 centímetros cúbicos inundó todo el barrio y juntos desaparecieron ante la mirada atónita de los espectadores.